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En una época de hondo desprecio por la vida, de hondo desprecio por los otros, Teatro Abierto fue una proeza cultural y existencial. Los valientes de Teatro Abierto fueron más allá de su miedo, lo toleraron y hasta lo dejaron atrás.
Cuando se lanzaron las primeras obras de Teatro Abierto, nada se había aflojado. Los matarifes estaban en la cumbre de su poder. Los teatros empezaron a construir su contrapoder.
Así, Teatro Abierto, en una época durísima de una dictadura también durísima, se abrió, salió a la calle, buscó una sala, juntó actores, directores, escenógrafos, productores, toda gente peligrosa, vigilada por el poder, potencialmente amenazada, y empezó a luchar con el arma que todos mejor conocían: el venerable arte del teatro.
Teatro Abierto dio una respuesta: “Escribimos contra un orden despótico y brutal, pero aspiramos, pese a todo, a escribir nuestro mejor teatro, a esmerarnos en la búsqueda de su excelencia”.
De ahí que el teatro comprometido de los autores ante el mundo corroído, temible pero pestilente, fétido de muerte, de la dictadura que tanto hizo desaparecer, quede, permanezca aún como un ejemplo victorioso, como una presencia molesta que nos reclama desde el ardor y el vértigo de un pasado ejemplar. Esos fueron escritores. De ellos habrá que aprender siempre.
Contiene las obras: Papá querido de Aída Bortnik; Gris de ausencia de Roberto Cossa; El que me toca es un chancho de Alberto Drago; Mi Obelisco y yo de Osvaldo Dragún; For export de Patricio Esteve; El 16 de octubre de Elio Galipolli; Decir sí de Griselda Gambaro; Cositas mías de Jorge García Alonso; El acompañamiento de Carlos Gorostiza; Criatura de Eugenio Griffero; Lejana tierra prometida de Ricardo Halac; La cortina de abalorios de Ricardo Monti; Lobo… ¿estás? de Pacho O’Donnell; La oca de Carlos Pais; Tercero incluido de Eduardo Pavlovsky; Coronación de Roberto Perinelli; Chau, rubia de Víctor Pronzato; Desconcierto de Diana Raznovich; El nuevo mundo de Carlos Somigliana; Trabajo pesado de Máximo Soto.