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La pregunta de La ciénaga es: ¿cómo disponer una progresión sin avanzar?; es decir, ¿cómo incrementar la tensión dramática sin acelerar el pulso narrativo? La película de Martel se traslada como un camalote por el delta de un río. Es metódica pero esquiva. Un grupo amplio de personajes se involucra en pequeños conflictos que, en lugar de articularse como ejes de una historia definida, bosquejan relatos asordinados que apenas se insinúan y que sólo alcanzan una baja intensidad narrativa: la ruinosa pareja de Mecha y su marido, la impotencia de Tali ante Rafael, los sufridos sentimientos que Momi abriga hacia la mucama, la contenida excitación que despierta la llegada de José. Son conatos de conflictos que el relato parece no advertir o que elige pasar por alto. No circula a través de ellos sino que opera sobre una estructura de asociaciones leves y de series rizomáticas, apoyándose en desparejas líneas de continuidad que llevan de una situación a otra. Son motivos que combinados, sin embargo, permiten que el relato progrese gracias a un sistema de pivotes: el accidente de Mecha, el perro que asusta a Luciano, la aparición de la Virgen, el frustrado viaje a Bolivia. “Lo que no me gusta de las tramas” -dice Martel- “es que hay una evolución de los personajes; cuando hay una trama hay un movimiento de los personajes, y yo no he visto un acontecimiento en mi vida que tenga un inicio, un nudo y un desenlace”.