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El western ha demostrado ser un género con muy pocos elementos esenciales, sobre la base de una premisa -en un territorio hay varias bandas, entre las cuales el Estado actúa como una más, que compiten entre sí por encarnar la ley-. Este género tomó como un escenario perfectamente intercambiable el paisaje abierto, de carácter rural o desértico, al que, en un principio, estaban incorporados los indios -hoy llamados pobladores originarios- porque desde el punto de vista dramático no eran personajes, sino fuerzas de la naturaleza a las que había que dominar, como si se tratara del viento o de la sequía. Por eso, así como hubo westerns ambientados en el Japón medieval -los de Kurosawa- o filmados en Europa -los spaghetti western, entre los cuales destacan los de Sergio Leone-, hay westerns urbanos -los de Walter Hill- y westerns suburbanos -entre los cuales se contaría Un oso rojo (2002), de Israel Adrián Caetano-.
Pero el filme de Caetano invierte la lógica del western clásico: si en el western clásico los indios son parte de la naturaleza -un ingrediente del paisaje o un mal que hay que combatir, como la sequía-, en esta película ese lugar lo ocupa el Estado, que se hace visible, en primera instancia, por su poder de represión, a través de la policía y de la cárcel -porque el punto de vista del filme es el punto de vista del Oso, que es alguien que está en posición de ser castigado, antes que protegido, por la ley-. Legal e ilegal son términos relativos en el western contemporáneo. En este sentido, Un oso rojo es un filme que reescribe un género clásico.