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“Tenía un aire mesiánico, paternal. Hablaba como uno de sus personajes: con un laconismo quebrado de frase trunca; dejaba advertir cierto propósito de trascendencia”. Así lo describe Edmundo Guibourg a su amigo Armando Discépolo, con rasgos similares a los que él mismo diera a sus personajes. Discépolo (1887-1971) inició su labor autoral en 1910, con Entre el hierro, pero será con Mateo (1923), El organito (1925), Stéfano (1928), Cremona (1932 y 1971) y Relojero (1934) que configurará el “grotesco criollo”, convirtiéndose en su más alta expresión. Ambiente y personajes de la vida cotidiana y popular porteña marcados con los rasgos que les confiere el proceso inmigratorio, sirven de base a la creación discepoliana, que conjuga una particular dimensión dramática entre lo risible y lo cruel, entre lo absurdo y lo habitual. La jerga del conventillo o del barrio miserable, en la que conviven el italiano y el español degradados en cocoliche, cobran una nueva dimensión literaria en los desgarrados diálogos del grotesco discepoliano, para vertir la angustia y el dolor de seres acorralados por un destino que no comprenden.