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“He intentado conversar con los niños y me he dado cuenta que los niños no conversan: hablan. Toda conversación, por más gratificante y fluída que sea, supone un esfuerzo de comunicación. Y cuando un niño pronuncia una palabra, esa palabra se inserta naturalmente en un diálogo que está más acá y más allá de lo que consideramos diálogo, viene de más lejos y va de más lejos, no necesita enlazarla en un deliberado discurso lógico porque la palabra tiene, en el niño, una carga instantánea e implícita de comunicación con los otros, con las cosas, con el mundo. El niño no conversa, se expresa. He aquí la diferencia. Y porque se expresa creadoramente, saltea sin esfuerzo las coordenadas de la lógica convencional que nos imponemos y por eso su lenguaje y sus imágenes son fuertemente poéticos, sobre todo al promediar la infancia”.
Tampoco pretenden estas conversaciones ser un espectro de toda la infancia, sino que están limitadas a los niños que Griselda Gambaro ha conocido y cuya relación se produjo en forma natural y espontánea, a aquellos que tuvo más cerca a lo largo de años, incluyendo a sus propios hijos. Y sólo por comodidad dice que ha conversado con los niños, sino que simplemente ha prestado su oído atento y ellos han hablado. Del fruto de esa técnica -para llamar de algún modo la originalidad de este libro- y de la increíble sensibilidad y ternura de la autora, surge este libro único en el que se recupera la infancia sin la nostalgia de un paraíso perdido (que no fue paraíso ni debe ser pérdida), y todo un mundo capaz de transformar el nuestro se intuye y se perfila, en la medida “que sepamos reemplazar la soberbia de lo aprendido por la disponibilidad de aprender”.