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El cine nos demanda la palabra, la pasión, la unión de ambas. Por ello es que no hay, que no debe haber, para toda aquella persona que se considere cinéfila, para toda aquella persona que se considere crítica (no se puede ser esto último sin ser antes lo primero) actividad más apasionante que hablar de cine, que escribir (cuando se puede) sobre cine. Que revisarlo, que discutirlo, que ponerse de acuerdo sobre gustos y preferencias para luego tensionar e incluso contradecir esas elecciones iniciales. Se trata de un ejercicio que resulta siempre tan placentero como provisorio. En el caso del cine argentino, ese ejercicio cuenta además con un grado de ambigüedad sustancial, ya que siempre que se hable de su abundante y rica historia, al mismo tiempo se estará hablando de la parte ausente de esa historia; no de lo que se omite indirectamente a partir de un enfoque determinado, sino de las películas que literalmente faltan, de aquellas que se perdieron para siempre, de las que aún quedan por hallarse y de las que sobrevivieron, como pudieron, al olvido y a una sistemática desidia burocrática que nos encuentra, al día de hoy, todavía sin cinemateca.
Hablar de cine argentino, entonces, y hacer, como es el caso, un libro sobre cine argentino tiene su cuota de placer pero también de injusticia. No solo porque no hay libro que pueda dar cuenta de la historia (de cualquier historia) en su totalidad, así como tampoco hay palabras que sean capaces de albergar en su estructura el sentido completo de una imagen, sino porque el acceso a esa historia en particular (la de nuestro cine) resulta a esta altura una tarea imposible, una empresa condenada al fracaso de antemano; y porque todo texto que se proponga abordarla será, en el mejor de los casos, siempre una aproximación a esa parte que aún resiste de pie, una puerta de entrada, una extensión de esta a la vez que un reclamo, no por lo que ya no puede recuperarse sino por la preservación, en el presente, de la memoria, de ese pasado material que nos habla y nos define como sociedad.
No hay forma, por lo tanto, de establecer un panorama acabado del cine argentino a partir de la selección de un puñado de películas. Pero tampoco fue, ni es, ni será, ese el propósito de este volumen. Lejos de todo canon, lejos de cualquier intento por imponer jerarquías –ni hablar de señalar la importancia y la cualidad de “necesaria” de las películas–, en Hacerse la Crítica nos fijamos una serie de parámetros más modestos, menos académicos y más lúdicos: elegir 50 películas que representen un recorrido posible por el cine argentino previo a los 90 y esa efervescencia de una década de la que ya se había escrito tanto. Para ello charlamos, discutimos, intercambiamos ideas y títulos, llegamos a una lista posible que sentimos propia, que intenta combinar ingenio y decisión, que incluye películas consagradas y otras más secretas, expulsadas del canon, que demandaban una revisión.
Cada texto propone un abordaje que combina la crítica con una mirada personal, que repone cierta fascinación primera y primaria que despeja toda reverencia a lo indiscutible. Nuestro camino supone una batalla, una de las tantas infinitas batallas que ha librado el cine argentino para perdurar ante el deterioro y la desidia, para sortear los escollos económicos, los prejuicios culturales, los avatares de la censura en tiempos oscuros y el desinterés ante lo pasado. Las batallas infinitas se libran en cada palabra de este libro, en cada coma de esta selección. Y aunque desconocemos la utilidad y el destino de las mismas, confiamos en que su mera existencia servirá, en algún futuro lejano y no tanto, como herramienta para continuar la lucha, como sostén para la memoria, que al fin y al cabo es lo único que nos permite ser lo que somos, pensar lo que podemos llegar a ser y descubrir lo que fuimos.