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Tres obras de teatro -“Woyzeck”, “La muerte de Danton”, “Leonce y Lena”- y una novela inconclusa constituyen toda la producción literaria de Georg Büchner, que muerto en plena juventud, pero también en la plena madurez de su genio creador, es considerado hoy uno de los valores más altos de la dramaturgia mundial. Precursor del realismo y al mismo tiempo del expresionismo, el ser humano, tal como lo concibe Büchner, es el ser total, condicionado por la realidad de la sociedad en que vive y atormentado por los problemas esenciales y eternos de la naturaleza humana. La crítica social, amarga y mordaz, que aflora en todos sus dramas, no es casual. Nada hay causal en la obra de Büchner; cada palabra, cada frase, tienen su valor y su intención. El odio al despotismo y a la tiranía, el amor al pueblo, son temas fundamentales de su obra. “El diluvio de la Revolución puede arrojar nuestros cadáveres donde quiera, nuestros huesos fósiles siempre servirán para romper los cráneos de todos los reyes”. Pero junto a esa ansia de lucha, de libertad, de felicidad, sus personajes se enfrentan con los grandes problemas de la muerte y de la nada, del destino, de la inutilidad y la vanidad de todo esfuerzo.
Las criaturas de Büchner están permanentemente desgarradas entre el deseo de vivir y la angustia de no saber para qué viven. Como el solitario de Port-Royal, “desean levantar una torre que se eleve hasta el infinito, pero todos los cimientos se resquebrajan y la tierra se abre hasta los abismos”.
No sabemos cuál hubiera sido la evolución de Büchner si la muerte no hubiera segado su vida tan temprano. No sabemos si habría encontrado una respuesta a todos sus interrogantes, o una tabla firme a la cual asirse. Pero sabemos que soñaba con un mundo de paz y de armonía: “¿Por qué debemos luchar los unos contra los otros? Deberíamos sentarnos juntos y vivir en paz”. Y sabemos que su sueño era un sueño de rosas y violetas, naranjas y laureles.