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La moral del pueblo en que Bernarda vive es todo lo contrario de una moral primitiva; es, por lo contrario, la moral racionalizada y decadente hecha de preceptos negativos, limitaciones y constricciones, que precipita el cristianismo al evaporarse. Suele decirse en estos casos que el cristianismo deja tras de sí un perfume de caridad, pero también suele dejar almas petrificadas, desolados desiertos pétreos.
A primera vista, Bernarda tiraniza a sus hijas precisamente para que nadie hable de ellas, pero en el fondo, se goza de hacerlas obedecer. Como en tantos casos de gente que apetece el mando, la finalidad objetiva no es más que un pretexto o una justificación. La moral racionalizada de Bernarda enmascara una fuerte vida instintiva, aunque orientada, no al sexo, sino al dominio.
Bernarda asume y personaliza la moral de su pueblo, la hace “su moral” y pretende que sus hijas la acaten y expresen el acatamiento mediante la obediencia pública -lo que ella llama “la fachada”-.
Pero esta moral es, para Bernarda, acaso sin saberlo -seguramente sin saberlo-, un puro instrumento. La realidad apetecida es la sustitución de la voluntad de los que la rodean por su propia voluntad.
Gonzalo Torrente Ballester
“De Teatro Español Contemporáneo”