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Más allá de las posibilidades de la inteligencia pura, parece existir una auténtica esfera del conocimiento. Esta circunstancia es la que preocupó esencialmente a Henry Bergson en el curso de toda su obra, y le permitió entrever nuevas posibilidades para la visión que el hombre se formula de sí mismo y de la naturaleza que lo rodea.
Bergson pertenece a esa raza viva y audaz de pensadores que son a la vez escritores insignes de bella transparencia estilística. Con justa razón ha sido llamado el Proteo del pensamiento, de ese vigoroso pensamiento francés que sigue rigiendo gran parte del conocimiento contemporáneo. Por lo que concierne precisamente a Francia, bien puede afirmarse que es Bergson el filósofo más original que ha tenido ese país después de Descartes. Se formó respirando el clima del positivismo, pero el alma y el espíritu sutil del grande y fino escritor y pensador armonioso experimentaron muy pronto las perturbaciones de esa atmósfera: necesitaba Bergson un horizonte más amplio donde resolver sus ecuaciones sobre el destino del hombre.
El filósofo vio tempranamente que la inteligencia no es una cosa total e inmutable; como instrumento creado por la vida en beneficio de sus necesidades, no está hecha para resignarse a la metafísica de lo muerto, sino para sumergirse en lo vivo, y asilo y comprenderlo en su fluencia. En la obra no muy vasta pero deliciosa, fina y penetrante del originalísimo pensador francés, la Introducción a la metafísica y La intuición filosófica ocupan un lugar privilegiado.