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Nadie ve la belleza si no la siente. La paradoja salta a la vista, y por tanto, nos podemos preguntar enseguida si la historia del arte nos enseña a ver la belleza o a sentirla.
Con espíritu conciliador, por no traspasar la raya de ningún límite y por aquello de que in medio virtus, nos atrevemos a afirmar que las dos cosas. La misión de la historia del arte es enseñar a ver y sentir la belleza.
La posición en sí parece cómodo y acomodaticia, pero no lo es por cuanto nos hallamos entre dos fuegos. Y si bien es verdad que nos defendemos en las trincheras de un bando cuando apoyamos su teoría y en las del contrario cuando las atacamos, también es cierto que nos hallamos indefensos cuando ambos a un tiempo pretenden rechazar nuestros argumentos.
Por eso, tal vez en lugar de contentar y aunar dos bandos, lo que hagamos sea crear dos enemigos en contra nuestra. Pero no es nuestro ánimo saltar a la palestra para discutir nuestras teorías o defender un criterio personal. Queremos, tan sólo, perfilar la noble misión de un libro, precisamente del libro que tienes en la mano, lector. Y si la desdoblamos en hacer ver y sentir la belleza es porque creemos que, efectivamente, éstas son sus dos principales cualidades y las que en realidad deben tener las obras de este género.