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La lectura y la comprensión total de las obras que conocemos con el nombre de autos sacramentales requieren de una especial disposición del lector, sobre todo cuando acude a ellos por vez primera. Por el mismo hecho de ser el auto “una escena simbólica entre entidades abstractas”, se presta difícilmente para una inmediata comprensión, si no se inicia el contacto desde un punto de vista de comunicación simpática.
Basta recordar la suerte desgraciada de este género entre críticos e historiadores españoles y extranjeros, durante los siglos XVIII y XIX, para iniciar su estudio o lectura con ciertas prevenciones que hemos de señalar.
Sólo en nuestros días, tardíamente, se ha abierto en torno a los autos sacramentales un claro de comprensión y análisis más apropiados, que los ha librado de la nebulosa crítica que hasta los comienzos de este siglo los envolvía, haciéndolos ingratos, si no despreciables, a la más comprensiva y abierta opinión.
Es el auto sacramental -no hay por qué negarlo- un género difícil para la escena y para la lectura. Por eso no nos resultan extrañas las palabras de Menéndez Pelayo, tantas veces citadas cuando se incide en este tema: “Género es éste, si no peculiar de nuestra literatura” singularísimo y extraño en todas las del mundo. Es más: constituye una que no sé si llamar aberracción o excepción estética, digna, desde este punto de vista, de muy detenido examen.