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Se puede estar a favor o en contra de Jean Cocteau; gustar o no de sus concepciones estéticas y de su manera de aplicarlas. Pero no se puede negar que su personalidad ocupa un lugar importante en las letras francesas del siglo XX.
Cocteau es el artista eternamente empeñado en romper los moldes, en hallar nuevos enfoques, en escapar a la rutina y a la norma por lo alto o por lo bajo. Por eso, tanto atrae como desconcierta; tanto subyuga como escandaliza. Es un extravagante, un juglar habilísimo que lo supedita todo al servicio de su poesía: la vida en su realidad más descarnada, y la fantasía en sus caprichos más arbitrarios.
Se le ha tildado de sensacionalista, de imprudente, de original y de travieso. Estos calificativos son exactos, como exacto es también decir que la suya es “una poesía de salto mortal”. Pero al propio tiempo hay en Cocteau una seriedad innegable, un anhelo verdadero de alcanzar las altas cumbres. Esto le confiere el rango que con toda justicia se ha ganado a través de sus esfuerzos por armonizar a las diversas artes sobre bases nuevas, sin olvidar ni el cinematógrafo, ni la música mecánicamente reproducida.
El camino elegido por Cocteau es de los más peligrosos. El autor que se aventura por él corre el riesgo de quedar en la simple pirueta literaria; o se expone a despeñarse por todos los planos de lo arbitrario, o de lo frívolo con apariencias de originalidad trascendente. Pero Cocteau ha triunfado, cayendo a veces en excesos que no habrán, por cierto de sobrevivirle, pero volviendo a levantarse luego por obra de su prodigioso ingenio y la maestría de una técnica que ha aportado al teatro positivos elementos de renovación.
Así con Antígona y así con Reinaldo y Armida. Fiel a sus principios, Cocteau ha querido en ambas obras, ver con ojos nuevos, con ojos propios, actuales, el espectáculo imperecedero del arte clásico. Y al hacerlo, ha infundido un colorido, una luz, un estilo peculiares a esas figuras que, no por inmortales, deben sufrir el destino de las curiosidades arqueológicas. Por eso, Cocteau poeta tiene su Antígona; la ha recreado (como diría Unamuno) en sí mismo y para sí. Por eso también hace de Reinaldo y Armida, según se expresa en el prólogo de esta edición, “una fábula perfectamente pura, sin ironía. Amor y verso clásico, rimas netas, pareados que ya en su cadencia misma son imagen del amor”.