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Si a veces ocurre que alguien llegue al arte por humorada, respondiendo al desafío de un amigo o a cualquier otro motivo exterior a él, el arte es celoso y no se entrega sino a quien, a su vez, no escatima un esfuerzo que acaba por convertirse en una entrega apasionada. Tal lo sucedido con Gregorio de Laferrère. “Yo no gobierno a mis muñecos; se gobiernan ellos mismos”. Y es cierto. Los personajes de Laferrère son realidades vivas, que experimentan su propia peripecia, que tantean dentro de su fisonomía íntima para desempeñar convincentemente su papel. Desfile de figuras que se desplazan vertiginosamente las una a las otras, que pegan un brinco y son tragadas por la que viene. Locos de verano es, como Las de Barranco, un muestrario de la incomunicación humana. Cada uno, cada loco, con su tema: tal parece la síntesis significativa de la obra, en que lo grotesco y cierto pesimismo no quitan una ternura y un ansia de que todo sea mejor en el corazón de la conciencia y en el de la sociedad. Oportunas notas y un estudio preliminar amplían el panorama del lector.