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Tres jueces para un largo silencio es una de las obras más importantes de Andrés Lizarraga (1919) y una de las más notables del teatro argentino de hoy. Lo mismo cabe decir de El señor Galíndez de Eduardo Pavlovsky (1933). La unión de ambos autores en este volumen señala, además, una pareja actitud de compromiso con el hombre de su tiempo y una pareja capacidad de encarnar la crítica, la indagación o la denuncia en obras que tensan dramáticamente la propuesta. Lizarraga estrena Tres jueces para un largo silencio cuando ha madurado una larga experiencia dramática iniciada en 1958 con Desde el 80. El carro de la eternidad, Alto Perú, Jack el destripador, El torturador, entre otras obras suyas, atestiguan el espacio ganado en el teatro argentino, aunque quizás el hondo dramatismo de su Juan J. Castelli baste para confirmar eso mismo al lector. La crueldad, el humor negro, el absurdo, la apoyatura de las experiencias de vanguardia, confluyen para significar el mundo en que se siente vivir Eduardo Pavlovsky y en el que viven, sufren y se desangran los personajes de sus obras, desde Espera trágica (1961) hasta Camaralenta (1981). El señor Galíndez, esa tremenda imagen del torturador inmerso en la normalidad de lo cotidiano, es la más alta manifestación de la actitud cuestionadora en que encarna el mejor teatro de Pavlovsky.