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ChileLo confieso de buen grado: este tipo de historias me encanta. Estos relatos breves, escritos con un estilo aparentemente fácil pero que encubren excelentes investigaciones, me parecen un género muy seductor. Nos hablan de hombres excepcionales como Condamine, Humboldt o Ameghino, de episodios raros como los embustes del andaluz que se proclamó Inca, de lugares fascinantes como el Missisipi de Mark Twain o ese legendario cabo de Hornos asociado a horribles borrascas y naufragios inapelables. Heroísmos y cobardías, grandezas y canalladas surgen de las páginas que van a leerse, sin que en ninguna predomine la solemnidad o la vana erudición.
Reitero: me encanta este tipo de historias. Ilustran, informan, recuerdan y permiten hilar conocimientos fragmentarios que uno vagamente guardaba en la memoria y ahora cobran otra coherencia, un sentido más claro.
No son una novela pero están presentadas de tal manera que tienen toda la atracción de una buena novela: en último análisis, una novela imagina seres humanos y urde lo que les va pasando. Aquí, en cambio, se trata de gente que ha existido y ocurrencias que han sucedido en el curso de la historia: lo novelesco reside en la singularidad de lo que se evoca. ¿No tiene jerarquía de novela el marinero en quien se encarnó el arquetipo universal de Robinson Crusoe? ¿No parece una novela romántica la triste muerte de Mariano Moreno?
Los países son historia solidificada -decía Otto Baur-. El pasado deja una suerte de capas de lava que se van endureciendo con el tiempo y reciben, a su vez, otras capas. Y nosotros, los hombres y las mujeres a quienes nos ha sido dado vivir en un tiempo determinado, transitamos por esos territorios, nos gusten o no. Conocer la historia evita tropezones, permite saber dónde están las grietas, los baches, los terrenos blandos. Estos relatos, en su versatilidad y su aire de crónica, constituyen una buena guía para conocer una parte de nuestra evolución y, a través de este entendimiento, comprender mejor la realidad contemporánea.
Félix Luna