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Con el descenso de ángeles y demonios sobre Villa Crespo, barrida de Buenos Aires, se proyecta sobre la tierra del hombre el combate celeste entre la Luz y las Tinieblas. El Conventillo del Gato Rabón, junto a la Curtiembre Maldita y el Café de la Puñalada, entre taitas y malevos, es el escenario místico de esta anunciación, el microcosmos porteño elegido para el advenimiento.
Que todo cuanto ocurre en el rincón terrestre más desolado es figura y sombra del Rostro Divino y sus innominables asedios, es una revelación -y no de las menores- que nos descubre esta Batalla de José Luna, sainete de humor metafísico, poema dramático y verdadero auto sacramental de nuestros días. No hay memoria, en nuestro continente, de un poder como el de Leopoldo Marechal para encarnar ontologías y teodiceas en traje de calle, en lo grotesco y lo tierno de la vida, en la voz y el gesto cotidiano de nuestra identidad local.
Pero la limpia oposición celeste entre la Luz y las Tinieblas, una vez bajada al humo y al asfalto de la ciudad terrena, se oscurece en infinitas mediaciones, todas ellas ambiguas y bivalentes. La Revolución social y el Cristianismo histórico, el capital y el trabajo, la guerra y la paz, la justicia y el amor y sus respectivas negaciones -todos los embates de nuestra existencia diaria- son el trigo y la cizaña indiscernibles, los remolinos vertiginosos donde se enredan ángeles y demonios.
La luz viene a este laberinto por la mujer, la mujer terrestre y celeste, la Novia Olvidada del conventillo, el Eterno Femenino, que es a la vez Pregunta y Respuesta para los dos protagonistas -el guerrero de la religión y el de la revolución- heridos por sus ojos insondables. La mujer, inicialmente traída de la mano por un mensajero de Lucifer, y que al final aprende el nombre de su verdadero Esposo, del Esposo Eterno a quien sale a buscar por los espacios de la luz.
Marechal es tan conocido entre nosotros por su fe cristiana como por su adhesión a la experiencia revolucionaria de Cuba. Los maniqueos de esta hora, los amigos de dividir al mundo histórico en buenos y malos tan definidos como la Luz y las Tinieblas de arriba, los eternos simplificadores, ellos hablarán de esta pieza como “evasión religiosa” o como “complicidad con el anticristo” según de dónde venga su dogmatismo. Sólo a ellos está vedado gozar de este poema de humor teológico, donde se descubre el inmenso combate librado hoy en lo más secreto de nosotros mismos.
Ignacio Valente