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Augusto Galeota fue actor, un gran actor, un actor de raza. Podía abismarse en las honduras de un personaje de Beckett, o en el fracaso y la desesperación de Mustafá, de la misma manera que lograba que nos desternilláramos de risa, llevándonos de menor a mayor a través de los desopilantes avatares de un locutor o de un cura en tránsito hacia una curda total.
Gran amigo, galante, gentil, en fin, un caballero; ajeno a envidias y recelos, siempre con la palabra justa a flor de labios, para no herir o, en todo caso, para ofrecer una mano.
Como si esto fuera poco, su exquisita sensibilidad le permitió transitar los caminos de la poesía. Y a veces, a hurtadillas, con algo de pibe avergonzado con cierta timidez, se permitía leernos un poema, o nos tiraba una hojita, diciéndonos, indefectiblemente: “leelo, a ver qué te parece”.
Seguramente, la mayoría de sus amigos lo conocimos más en su faceta de actor que como poeta, y es factible pensar que ahora todos lo lamentamos. También es cierto que alcanzó a obtener en vida premios y reconocimientos, pero seguíamos visualizándolo como actor.
Y ahora, aquí, hoy… el no está para decirle que tal vez no lo habíamos apreciado en la verdadera dimensión de todas sus potencialidades creativas, de su abierta sensibilidad, de su corazón de poeta.
Por eso, si se nos permite, con todo respeto y cariño, estimados lectores, los invitamos a abrir la tapa de este libro, a levantar el telón, y entonces, seguramente, las luces del interior, entre página y página, los llevarán del primero al último acto por los vericuetos de la fina y sutil poesía de Augusto.
Raúl Echegaray