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El cine argentino existe porque la Argentina ha decidido hace mucho tiempo filmarse, a sabiendas de que el cine incluye una promesa de inmortalidad, un beso de eternidad para que la muerte no sea absoluta. Y nuestro país posee cinematografía propia porque tiene también sed de trascendencia.
Al nacimiento y al desarrollo del cine nacional ayudó la conformación cultural y económica de la joven nación, un espacio fértil para un nuevo lenguaje que en Europa era aceptado indulgentemente como “séptimo arte” pero que en América podía ser la primera de las artes.
Acaso el mismo tango se encontraba involuntaria y esencialmente embarazado de parentescos con la proyección cinematográfica: ambas expresiones surgen como un rito nocturnal de claroscuros que invocan fantasmas del pasado. Y aunque el cine mudo anticipó atmósferas en “2×4”, no resulta casual que las dos primeras películas sonoras se llamen Tango (a cuyo rodaje Pepe Arias asistía en calzoncillos para que el director se viera obligado a dedicarle planos más cortos y destacados) y Los tres berretines (título que alude a tres obsesiones porteñas como el fútbol, el cine y el tango).
La Argentina se volvió rápidamente consumidora y productora de cine porque a comienzos del siglo XX la cultura nacional recibía un amasijo de sueños en diversos idiomas que bajaban de los barcos. Las imágenes mudas, aunque de temas nacionales, proponían un idioma común y universal. Y si el país ha disfrutado y padecido su vocación por los movimientos sociales, económicos y políticos, el cine -una palabra que procede del griego kinema que significa movimiento- encontraría en estas playas una usina activa de ilusiones.
Pero así como los argentinos han evidenciado una dramática historia de antagonismos y drásticas rivalidades, también la historia de su cine padeció etapas de lamentables antinomias. Tratándose el cine de un arte industrial se perdieron años de oposición entre arte versus industria, cine de ideas versus cine de entretenimiento. La solución de ese conflicto estaba anunciada en el pasado, en obras y creadores ejemplares que hallaron una síntesis entre calidad y espectáculo popular.
Si hay algo que los actuales espectadores y cineastas argentinos ya no podrán descuidar “nunca más” es esta historia del cine nacional de la que somos todos protagonistas y responsables de continuarla en la búsqueda de nuevos desenlaces, abiertos o de final feliz, porque es una historia que nos involucra en la medida en que ese patrimonio audiovisual nos tiene como inmediatos destinatarios. Por eso las películas argentinas de antaño quedan remontadas a la categoría de atesorables clásicos, de expresiones pretéritas que se imponen como vigentes para vencer la muerte en la medida en que nos asumimos como sus herederos.
De la introducción de Cine argentino. Crónica de 100 años