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La crisis de la educación artística en Argentina atraviesa todos los niveles del sistema. Incide en sus modelos pedagógicos, debilita su validación social y académica, se refleja en el presupuesto exiguo que el Estado le estipula y en la dificultad para consolidar un cuerpo de contenidos específicos. Hablamos de crisis con amplitud, como conflicto irresuelto que no se canaliza en la dinámica colectiva. En la tensión entre lo que emerge y lo que no termina de retirarse se generan, en consecuencia, síntomas de enfermedad. Agazapado en los claustros, el arte clásico se niega a perder su hegemonía histórica ante las incipientes expresiones diversificadas y mutables del territorio urbano. Este conflicto bosqueja la necesidad de redefinir los alcances de aquello que en los siglos pasados constituía una esfera institucionalmente devenida en ámbito de la experiencia estética, es decir, el arte, y su papel en la conformación de las políticas de Estado para educación.
En los jardines, las clases de plástica están a cargo de maestras voluntariosas y esforzadas que intentan sentarse en el suelo con equilibrio y suerte dispar. Enseñan “manualidades”, las “cosas que se hacen con las manos”, que ocupan el lugar del lenguaje visual. En la escuela primaria, la cobertura de cargos es parcial y el criterio para su asignación depende de la oferta y la demanda. El 95% corresponde a música y plástica, y las alternativas de danza, teatro o cine son estadísticamente insignificantes. En el nivel secundario, pese a los avances que supone la obligatoriedad, no está claro qué debe aprender un alumno. Es alentadora la reciente creación de un organismo nacional que determine los contenidos y articule las estrategias pedagógicas, hasta ahora a cargo de las direcciones de educación superior.
El panorama es similar en la educación terciaria y universitaria. Es, el arte, una de las profesiones más retrasadas en las mediciones ocupacionales. Los pares no le confieren entidad ni envergadura en el campo del conocimiento científico, y esto se irradia a la distribución de los recursos. La separación de educación y cultura en los órganos de gobierno es ya crónica y se traslada al aula, traduciéndose en altísimos niveles de deserción. El perfil predominante pertenece a la era pre-industrial, y luego los graduados buscan empleo en circuitos laborales informatizados y en permanente expansión. Los docentes de arte se sienten incomprendidos por el Estado, viven su trabajo como una suerte de amenaza perpetua y justifican así sus dilemas para dar clases.