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El modo “dócil” de la escritura, que aparenta presentarnos la veraniega anécdota de una aventura tierno-erótica de iniciación adolescente, engaña al lector con facilidad al hacerlo partícipe del mirar fascinado del narrador, confundido en la broncínea piel y la femineidad emergente de la prima Kim, migrante de segunda generación de una familia ecuatoriano-estadounidense, y heredera de un mediano “emporio” económico. Es cierto que el relato parecería señalar esa anécdota como el corazón mismo de la historia; sin embargo, una segunda lectura más atenta y pausada nos obliga a detenernos en los guiños con los que el autor enmarca esa anécdota para llevarnos a otro lugar que no es el mero bullir hormonal adolescente. El epígrafe de Chejov nos indica ya el centro más complejo de esta historia: “Habría que ser Dios para distinguir el éxito del fracaso sin equivocarse”. Es ahí donde anida la preocupación principal del narrador-personaje: construir una narrativa que le permita “ver” en extensión, y a fondo, el sentido de lo que sus exitosos familiares emigrantes configuraban como sustancia del deseo.
Esteban Ponce Ortiz