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Apenas 35 años separan nacimiento y muerte de Garcilaso de la Vega. Ese breve período vital le alcanzó para desarrollar su labor poética, una de las más importantes de nuestro idioma. Guerrero, el rumor de los combates no se percibe en su obra. En cambio, sí se halla presente, casi permanentemente, el rumor (y el olor y el sabor) de esa otra guerra, más dulce, que libran los seres humanos: el amor. El amor del artista, suma de realidades y de imaginaciones y apetencias que le dicta la sed de absoluto, suele otorgar eternidad simbólica al motivo de su sentimiento. En este caso la agraciada es Isabel de Freyre. Color y luz conforman ingredientes connaturales del verso garcilasiano. Un ritmo que devuelve a las palabras su musicalidad es otra de las presencias configuradoras de su poetizar. El mundo interior, las resonancias afectivas de un corazón que sabe conmoverse sitúan a nuestro autor en una perspectiva de siempre modernidad. Es un lujoso placer viajar por sus églogas, canciones y sonetos, placer acrecido por un estudio crítico que nos pone en clima y por unas notas que allanan dificultades de interpretación.