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La imagen del teatro, es decir su representación iconográfica, es una forma expresiva comprimida. La pintura, el grabado o la fotografía de un actor en escena, muestran un momento de tensión, una síntesis de una fuerza expresiva de desarrollo temporal, contenida en el espacio de la imagen. Contrapunto de tensiones que no sólo hablan de un personaje y un texto sino, principalmente, de un modelo de actor y de una época. Estas imágenes muestran una forma de comprender la práctica teatral, de hacer teatro para una cultura determinada, en un espacio tiempo dado y posibilitan explorar las formas expresivas que han sido o son significantes para un momento histórico, e indagar cómo se sostienen en el tiempo gestos, huellas y calidades de energía.
La imagen teatral no es una construción fija, por el contrario, su base es la idea misma de acción. Antígona o Edipo, por ejemplo, son imágenes de fuerzas desplegadas en la memoria de la cultura, portadoras de una emoción que acarrea una idea acompañada por un sentimiento intenso. No sólo por lo que significan conceptualmente cada uno de estos personajes, ni por las fuerzas arquetípicas que les dan soporte sino, principalmente, porque hay sólo una imagen que los condensa y les brinda posibilidad de existencia. Pero, para que esa acción emocional pueda ser desplegada, debe crearse y comprimirse primero. Toda técnica de actuación es, en último término, un intento por encontrar el mecanismo que permita retener y/o desplegar la emoción como energía.